No se llama al rock la música del diablo por casualidad. Imaginería y lírica han acompañado al carácter supuestamente revolucionario de una música que, junto a su sonido más o menos duro, ha tendido a ser asociada frecuentemente con el averno. Desde Robert Johnson vendiendo su alma bluesy en un cruce de caminos, hasta las autodenominadas Satánicas Majestades, pasando por los coqueteos con la magia negra de Led Zeppelin o las invocaciones al número de la bestia de Iron Maiden, el mundo del rock se ha vanagloriado de sus relaciones fáusticas o ha sido acusado de tenerlas. Simpathy for the Devil. Sin embargo, ningún caso fue tan lejos como el del Inner Circle noruego: la historia negra del Black Metal que conmocionó al mundo.
La música del diablo: de Estados Unidos a la fría y oscura Europa
América: tierra de sueños y… ¿pesadillas? En el contexto del rock oscuro, ocupan un lugar especial los artistas estadounidenses, epítome de cómo la mercadotecnia y el showbusiness han empaquetado las tinieblas con guitarras para ser vendidas a todos los públicos. Ahí tenemos a Ozzy Ousbourne, inglés de nacimiento pero tan absorbido por el american way of life que ha televisado su vida de payasete diabólico demostrando su afirmación de que siempre ha estado más interesado en lo espirituoso (alcohol y drogas) que en el espiritismo. También está Alice Cooper, icono esencial de la opereta roquera de lo oscuro, pero cuya puesta en escena asusta menos que uno de los muñequitos de plastilina de Tim Burton. Y tenemos a Marilyn Manson. Parémonos unas líneas en él, el autodenominado The God Of Fuck, ahí es nada. Cuentas catorce años, empiezas a escuchar rock y el tío te parece la hostia: canta sobre lo marginal, lo feo y lo perverso, entremezcla en sus letras todo tipo de filosofías en contra de lo establecido (nihilismo, satanismo…), y grita, que es algo que cuando estás forjando tu personalidad siempre gusta. Y además azota a gruppies en el backstage, se limpia el culo con la bandera de los EE. UU. y va disfrazado de la niña Medeiros. Pero luego rascas un poco y compruebas que la terrible y siniestra historia que tiene detrás es la del marginado de clase que un día pilló a su abuelo machacándosela con fotos de animales. Nada con lo que no pueda identificarse cualquier seguidor de Lady Gaga. Y entonces te das cuenta de que todo esto de los sonidos del diablo en Norteamérica es un poco de mentirijilla y que para adentrarte en sendas verdaderamente oscuras tienes que trasladarte a otras latitudes.
Y cruzas el charco. Porque en estas cosas los que van en serio son los europeos. Concretamente los escandinavos. Y especialmente los noruegos, que siempre han sido los raros del norte. Si no es casualidad que el movimiento goth de finales de los setenta surgiese en la lluviosa Inglaterra, entre chavales atormentados de los suburbios industriales, tampoco lo es que los acomodados y existencialmente aburridos nórdicos llevasen los sonidos oscuros y duros a su máxima expresión. Estamos hablando de unos países (Noruega, Suecia, Finlandia…) en los que el clima extremo y sus peculiaridades socioculturales derivadas del mismo van asociados indisolublemente a un espíritu de lánguida melancolía que tiene como salida recurrente la música. Si eres un crío de diecisiete años en Benidorm, posiblemente tus inquietudes ociosas te hagan pasarte la mitad del año tostándote al sol. Si eres un chaval de Oslo y tienes por delante un invierno que deja en ola de frío polar pasajera el de Ivernalia, quizá la mejor forma de evitar suicidarte sea juntarte con unos colegas, tomar unas birras y formar un grupo. Lo de los rollos satánicos ya vendrá después.
Porque sí, historias malrolleras en el mundo del rock las hay, y muchas. Y en todo tipo de geografías. Algunas relacionadas con el ocultismo, algunas directamente consecuencia de ingestas industriales de sustancias ilegales, cuando no del mongolismo típico del This is Spinal Tap. Pero ninguna como la que envuelve al Inner Circle noruego. A esa peña la cosa se le fue de las manos.
El black metal y los nombres de la bestia
Aclaración rápida: en el mundo del rock, y por extensión en el del metal (dicho así, con ligereza, en genérico), hay tantas etiquetas como a uno se le ocurran. Solo hace falta añadir una coletilla mínimamente explicatoria y la cosa cuela: goth-rock, pop-rock, punk-rock, metal industrial, doom-metal, death-metal… y así hasta el infinito y más allá. En el caso que nos ocupa, hay que pararse en el denominado black metal, que traducido literalmente sería ‘metal negro’, lo que nos deja meridianamente claro que no se trata de cantar sobre unicornios de colores en nubes de gominola. Hablamos de asuntos turbios.
Un resumen digno de Wikipedia vendría a decir que el black metal es un subgénero extremo del heavy metal surgido a mediados de los años ochenta, caracterizado por voces guturales (graves y agudas), guitarras oscuras y espídicas, ritmos muy veloces y temáticas poco amistosas como el satanismo, el paganismo, el anticatolicismo o la misantropía. Como casi cualquier cosa que merezca la pena en la música, el género surgió en Gran Bretaña, tomando como fecha simbólica 1982, año en el que grupo Venom titulaba de tal manera a su segundo álbum. De ahí saltaría a otras tierras y en la Europa del norte encontraría un territorio especialmente fértil donde germinar.
Un inciso necesario: los nombres. Los nombres nos identifican y nos dan entidad. Dime tu nombre y te diré quién eres. Hay pocos grupos guays con nombres cutres. El mundo del rock, salvo excepciones, se ha movido con acierto en estos menesteres. Y en lo que se refiere a los sonidos oscuros, la cosa se refina mucho más: Black Sabbath, My Dying Bride, Cradle of Filth… grupos con esos nombres tienen un plus de molonidad. También es verdad que, en estos aspectos, la sonoridad, el aldeanismo español y nuestra castellanoparlante ignorancia general del inglés hacen mucho. No son lo mismo unos tíos de Móstoles que se llaman Entrelazados, que unos fulanos fineses que se llaman Entwine. Ni punto de comparación. Pero además, si añadimos a la cuestión que los grupos góticos españoles han sido siempre lo suficientemente autoparódicos como para no tomarse demasiado en serio, la comparativa se vuelve directamente sonrojante: frente a los infinitamente molones Sisters of Mercy, Bauhaus o The Damned británicos, nosotros tenemos los vergonzantes Kante pinrélico, Los paralítikos, o Qloaca Letal. Cervantes se debe de estar revolviendo en su tumba ahora mismo. Y Bécquer, más aún.
Pero es que, en lo referido a los nombres, los escandinavos le suman a su habitual conocimiento fluido del inglés, el misticismo propio de las lenguas nórdicas. Y los resultados son poderosamente convincentes. Para empezar, el gran movimiento blackmetalero nórdico fue autodenominado por sus integrantes noruegos con un término en inglés contundentemente interesante: el Inner Circle (círculo interior). Comparémoslo con la movida madrileña y miremos para otro lado. Pero la cosa no se queda ahí: sus principales integrantes fueron bandas con nombres anglosajones o patrios tan sugerentes como Gorgoroth, Emperor o Burzum, que, aunque no tengamos ni idea de lo que significan, suenan lo suficientemente bien como para tomárnoslos en serio. Además, van a articularse todos ellos en base a un punto neurálgico de nombre imbatible, Helvete (Infierno en noruego), tienda musical dirigida por uno de los músicos del Inner Circle, Oystein Aarseth, guitarrista de Mayhem, que por si su nombre no era lo suficiente llamativo de por sí, usaba como apodo Euronymous (demonio de la mitología griega), reduciendo a mote cutre de extrarradio el Marilyn Manson de Brian Hugh Wagner. Vamos, que era peña que jugaba en otra liga.
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